Escuchar Audio "Fray Bartolome de las Casas"
La colonización de las Indias puso de manifiesto que la moral cristiana fue ejercida con laxitud frente al ansia de riqueza y de poder. Bartolomé de las Casas, testigo de excepción en este drama, dio un giro a su vida en aras de una racional convivencia en favor de los indígenas. Infatigable viajero, polémico orador, pragmático estadista, humanista utópico… no sobra ningún calificativo para ponderar su figura.
Los datos de su temprana biografía son vagos y en cierto modo ambiguos. Por regla general se admite que Bartolomé de las Casas nació en Sevilla en el año 1474, aunque otros estudios afirman que pudo hacerlo diez años después o que, incluso, vio la luz en Cataluña, pues firmaba sus manuscritos con el nombre de Bartomeu Casaus. El joven Bartolomé se formó en disciplinas humanísticas y en el estudio del latín, lengua que llegó a dominar perfectamente.
Su futuro, sin embargo, estuvo de algún modo condicionado por herencia, ya que Pedro de las Casas, su padre, fue uno de los pioneros de las Américas al participar en el segundo viaje de Colón. Con tales antecedentes, era de esperar que una década después del Descubrimiento, Bartolomé embarcara rumbo a La Española (República Dominicana), al lado del recién nombrado gobernador de la isla Nicolás Ovando. Una vez allí, se significará en diferentes campañas colonizadoras dirigidas por el capitán Diego Velázquez de Cuéllar, en pago de lo cual recibirá su primera encomienda.
Durante aquella primera etapa de contacto, sabemos que se convirtió en el primer representante de la Iglesia ordenado en el Nuevo Mundo, pero apenas hay datos que hagan presumir una toma de conciencia personal sobre el drama social que lo rodeaba.
Llegados a este punto, tal vez sería conveniente hacer un receso en la biografía de Las Casas, para bosquejar la polémica antropológica que rodeó el encuentro con los nativos y que, consecuentemente, persistió como una rémora durante la lucha intelectual entre el religioso y sus coetáneos. Hacernos una composición de lugar pasa, inevitablemente, por entender la época y las teorías que giraban alrededor de los indígenas que habitaban las tierras descubiertas. Sigamos al autor Waal Malefijt, que en su libro Imágenes del Hombre (Amorrortu Edit.), hace un retrato certero sobre aquellas primeras tesis antropológicas. Es relevante, según el autor, el concepto del “salvaje noble” defendido por Pietro Martire d’Angiera, un erudito italiano adscrito a la corte de los Reyes Católicos. Emulando a los cronistas de la Antigüedad, Martire d’Anguiera describía a los pueblos indígenas de América como seres que vivían sin necesidad de fatigas en jardines abiertos, de psicología inocente, sin malicia, en absoluto belicosos y que por tanto podían permitirse prescindir de cualquier tipo de leyes. Otros, como por ejemplo el mismo Américo Vespuccio, harían por el contrario un retrato negativo de los indígenas, abundando en su primitivismo a nivel psicológico, legislativo y social, lo que se traducía, según él, en una grave ausencia de creencias y comprensión de la trascendencia del alma. Pero el debate se encenderá cuando se compruebe que las Indias, en realidad, pertenecían a un continente aparte. Cuando Magallanes completó su viaje de circunnavegación, las hipótesis se dispararon en cuanto al origen de los indios. La polémica teológica, a grandes rasgos, se centró entre las ideas monogenistas y poligenistas, es decir, entre los que defendían que todos éramos descendientes de Adán y los que decían lo contrario, con todas las implicaciones que esto acarreaba. Los monogenistas, para explicar la herencia adánica de los indios, adujeron que podrían descender de los habitantes de la mítica Atlántida, una tierra muy civilizada que sucumbió bajo el diluvio, y de la que se habrían salvado algunos habitantes del extremo occidental. Entre los poligenistas, Paracelso echó mano de las Escrituras, y más concretamente del Génesis, para explicar que el hecho de una sola Creación no implicaba que todos descendiéramos de Adán. Entre las ideas monogenistas, sin embargo, una resultaba ciertamente inquietante, como era el posible parentesco entre la raza judía y los indígenas. La hipótesis, de la que se hizo eco Bartolomé de las Casas, se centraba en la coincidencia de costumbres y ritos entre las dos civilizaciones, como el ayuno y la prohibición de algunos alimentos, vocablos lingüísticos similares, incluso la práctica de la circuncisión.
No nos detendremos aquí en la verosimilitud de estas y otras teorías antropológicas que se refutarían con el tiempo. Lo realmente importante, en lo que nos atañe, fue el trato que a raíz de interpretaciones como éstas sufrirían los indios. Y es que, aunque fueran conciliadoras, las hipótesis respecto al origen de los indios no impidieron la recurrente visión etnocentrista que presidió la colonización. Para los más reaccionarios, los indios estaban más emparentados a los animales que al ser humano, algo que hubo de ser desmentido por la máxima autoridad vaticana. Pero aquella rectificación, incluso si admitiéramos el hecho de que se les viera como iguales, no fue óbice para que siempre fueran tratados como seres humanos inferiores que no merecían ser estudiados por su cultura y sus valores intrínsecos.
Su futuro, sin embargo, estuvo de algún modo condicionado por herencia, ya que Pedro de las Casas, su padre, fue uno de los pioneros de las Américas al participar en el segundo viaje de Colón. Con tales antecedentes, era de esperar que una década después del Descubrimiento, Bartolomé embarcara rumbo a La Española (República Dominicana), al lado del recién nombrado gobernador de la isla Nicolás Ovando. Una vez allí, se significará en diferentes campañas colonizadoras dirigidas por el capitán Diego Velázquez de Cuéllar, en pago de lo cual recibirá su primera encomienda.
Durante aquella primera etapa de contacto, sabemos que se convirtió en el primer representante de la Iglesia ordenado en el Nuevo Mundo, pero apenas hay datos que hagan presumir una toma de conciencia personal sobre el drama social que lo rodeaba.
Llegados a este punto, tal vez sería conveniente hacer un receso en la biografía de Las Casas, para bosquejar la polémica antropológica que rodeó el encuentro con los nativos y que, consecuentemente, persistió como una rémora durante la lucha intelectual entre el religioso y sus coetáneos. Hacernos una composición de lugar pasa, inevitablemente, por entender la época y las teorías que giraban alrededor de los indígenas que habitaban las tierras descubiertas. Sigamos al autor Waal Malefijt, que en su libro Imágenes del Hombre (Amorrortu Edit.), hace un retrato certero sobre aquellas primeras tesis antropológicas. Es relevante, según el autor, el concepto del “salvaje noble” defendido por Pietro Martire d’Angiera, un erudito italiano adscrito a la corte de los Reyes Católicos. Emulando a los cronistas de la Antigüedad, Martire d’Anguiera describía a los pueblos indígenas de América como seres que vivían sin necesidad de fatigas en jardines abiertos, de psicología inocente, sin malicia, en absoluto belicosos y que por tanto podían permitirse prescindir de cualquier tipo de leyes. Otros, como por ejemplo el mismo Américo Vespuccio, harían por el contrario un retrato negativo de los indígenas, abundando en su primitivismo a nivel psicológico, legislativo y social, lo que se traducía, según él, en una grave ausencia de creencias y comprensión de la trascendencia del alma. Pero el debate se encenderá cuando se compruebe que las Indias, en realidad, pertenecían a un continente aparte. Cuando Magallanes completó su viaje de circunnavegación, las hipótesis se dispararon en cuanto al origen de los indios. La polémica teológica, a grandes rasgos, se centró entre las ideas monogenistas y poligenistas, es decir, entre los que defendían que todos éramos descendientes de Adán y los que decían lo contrario, con todas las implicaciones que esto acarreaba. Los monogenistas, para explicar la herencia adánica de los indios, adujeron que podrían descender de los habitantes de la mítica Atlántida, una tierra muy civilizada que sucumbió bajo el diluvio, y de la que se habrían salvado algunos habitantes del extremo occidental. Entre los poligenistas, Paracelso echó mano de las Escrituras, y más concretamente del Génesis, para explicar que el hecho de una sola Creación no implicaba que todos descendiéramos de Adán. Entre las ideas monogenistas, sin embargo, una resultaba ciertamente inquietante, como era el posible parentesco entre la raza judía y los indígenas. La hipótesis, de la que se hizo eco Bartolomé de las Casas, se centraba en la coincidencia de costumbres y ritos entre las dos civilizaciones, como el ayuno y la prohibición de algunos alimentos, vocablos lingüísticos similares, incluso la práctica de la circuncisión.
No nos detendremos aquí en la verosimilitud de estas y otras teorías antropológicas que se refutarían con el tiempo. Lo realmente importante, en lo que nos atañe, fue el trato que a raíz de interpretaciones como éstas sufrirían los indios. Y es que, aunque fueran conciliadoras, las hipótesis respecto al origen de los indios no impidieron la recurrente visión etnocentrista que presidió la colonización. Para los más reaccionarios, los indios estaban más emparentados a los animales que al ser humano, algo que hubo de ser desmentido por la máxima autoridad vaticana. Pero aquella rectificación, incluso si admitiéramos el hecho de que se les viera como iguales, no fue óbice para que siempre fueran tratados como seres humanos inferiores que no merecían ser estudiados por su cultura y sus valores intrínsecos.
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