El emperador Publio Elio
Adriano (117-138d.C.) fue el auténtico unificador del Imperio romano. Viajero
infatigable, hizo gala también de un carácter difícil e inestable, dado al
rencor y el orgullo. No dejó muy buen recuerdo entre sus contemporáneos, y la
Historia Augusta lo describe como un hombre a la vez severo y alegre, afable y
riguroso, además de cruel y siempre inconstante.
Capaz e inteligente, se le recuerda sobre todo por
sus viajes. Pero Adriano fue asimismo un hombre de personalidad inestable, a la
vez severo y alegre, afable y cruel. Pese a que su padre era primo de Trajano,
y a que él mismo era el protegido de este emperador, Adriano no lo tuvo fácil
durante su juventud. Entre otras cosas, se le despreciaba por su acento
provinciano y por su devota admiración por todo lo heleno. Pero Adriano contaba
con una excelente preparación. Nacido en Itálica, quedó huérfano a los diez
años y Trajano, que era primo de su padre y ocupaba en aquella época
importantes cargos militares y políticos en Roma, le llevó con él a Italia.
Trajano confió su educación a un excelente preceptor, y luego le hizo bregar en
todo tipo de cargos políticos y militares. Adriano también estuvo al lado de
Trajano en su última campaña, en Partia. Fue la última vez que Adriano vio a su
mentor con vida. La comitiva se detuvo en Chipre y el 7 de agosto del año 117
se informó a Adriano de que había sido adoptado por Trajano; tan sólo dos días
después, el 9 de agosto, se anunció que el soberano había muerto. El día 11 de
agosto, las tropas sirias proclamaron emperador a Adriano. Sin embargo, el
Senado no mostró una disposición tan favorable como la que le habían ofrecido
los griegos asiáticos. Muchos sospechaban que en el encumbramiento de Adriano
tuvo un importante papel su mujer, Plotina, esposa de Trajano. Se dijo que fue
Plotina quien preparó el testamento de Trajano, cuando éste se hallaba en el
lecho de muerte, para designar a Adriano como heredero del Imperio. Así pues, a
Adriano no le faltaban enemigos que lo considerasen un arribista. Durante el
primer año de su mandato, Adriano se ocupó de estabilizar la situación en
Oriente. Fue entonces, y tras un complot en Roma que planeaba derrocarle,
cuando se dio cuenta de lo precario de su poder y de cuán necesaria era su
presencia en la capital del imperio. Adriano ejerció como cónsul ordinario
durante los dos años siguientes y se implicó en todas las tareas del gobierno:
asistió a las sesiones pertinentes, hizo partícipes de sus decisiones a los
senadores y se ganó su confianza con sus visitas de cortesía y su exquisito
trato personal. Y para ganarse el favor del pueblo, Adriano acudía a las termas
como un ciudadano más a departir y bromear con los bañistas. Adriano, pues,
quiso ganarse el aprecio de Roma.
El emperador encargó a Apolodoro de Damasco
la construcción de un gran templo dedicado a Venus y Roma. Fue inaugurado en el
año 121, aunque las obras se prolongaron durante muchos más años. Desde
entonces el templo se convirtió en un símbolo del poder imperial. Las demás
obras que Adriano acometió en Roma lo mostraban como el gran valedor del
respeto a las tradiciones: el Panteón, levantado por Agripa y que ordenó
reconstruir; las reformas realizadas en la Saepta Iulia, el foro de Augusto y
el templo de la Bona Dea; los templos levantados en honor de Trajano y Plotina
en el foro imperial… Incluso su proyecto arquitectónico más personal, su
mausoleo, que fue erigido a imagen y semejanza del de Augusto, buscaba
mostrarle como el verdadero heredero espiritual y político del fundador del
Imperio. Al final de su vida, Adriano decidió retirarse a Bayas tras haber
dejado las riendas del Imperio a Antonino Pío, al que había adoptado poco
antes. Cuando falleció, el Senado, resentido por las ejecuciones de sus miembros,
quiso destruir su recuerdo.
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