lunes, 16 de enero de 2012

Las dos caras de Adriano


El emperador Publio Elio Adriano (117-138d.C.) fue el auténtico unificador del Imperio romano. Viajero infatigable, hizo gala también de un carácter difícil e inestable, dado al rencor y el orgullo. No dejó muy buen recuerdo entre sus contemporáneos, y la Historia Augusta lo describe como un hombre a la vez severo y alegre, afable y riguroso, además de cruel y siempre inconstante.

Capaz e inteligente, se le recuerda sobre todo por sus viajes. Pero Adriano fue asimismo un hombre de personalidad inestable, a la vez severo y alegre, afable y cruel. Pese a que su padre era primo de Trajano, y a que él mismo era el protegido de este emperador, Adriano no lo tuvo fácil durante su juventud. Entre otras cosas, se le despreciaba por su acento provinciano y por su devota admiración por todo lo heleno. Pero Adriano contaba con una excelente preparación. Nacido en Itálica, quedó huérfano a los diez años y Trajano, que era primo de su padre y ocupaba en aquella época importantes cargos militares y políticos en Roma, le llevó con él a Italia. 

Trajano confió su educación a un excelente preceptor, y luego le hizo bregar en todo tipo de cargos políticos y militares. Adriano también estuvo al lado de Trajano en su última campaña, en Partia. Fue la última vez que Adriano vio a su mentor con vida. La comitiva se detuvo en Chipre y el 7 de agosto del año 117 se informó a Adriano de que había sido adoptado por Trajano; tan sólo dos días después, el 9 de agosto, se anunció que el soberano había muerto. El día 11 de agosto, las tropas sirias proclamaron emperador a Adriano. Sin embargo, el Senado no mostró una disposición tan favorable como la que le habían ofrecido los griegos asiáticos. Muchos sospechaban que en el encumbramiento de Adriano tuvo un importante papel su mujer, Plotina, esposa de Trajano. Se dijo que fue Plotina quien preparó el testamento de Trajano, cuando éste se hallaba en el lecho de muerte, para designar a Adriano como heredero del Imperio. Así pues, a Adriano no le faltaban enemigos que lo considerasen un arribista. Durante el primer año de su mandato, Adriano se ocupó de estabilizar la situación en Oriente. Fue entonces, y tras un complot en Roma que planeaba derrocarle, cuando se dio cuenta de lo precario de su poder y de cuán necesaria era su presencia en la capital del imperio. Adriano ejerció como cónsul ordinario durante los dos años siguientes y se implicó en todas las tareas del gobierno: asistió a las sesiones pertinentes, hizo partícipes de sus decisiones a los senadores y se ganó su confianza con sus visitas de cortesía y su exquisito trato personal. Y para ganarse el favor del pueblo, Adriano acudía a las termas como un ciudadano más a departir y bromear con los bañistas. Adriano, pues, quiso ganarse el aprecio de Roma. 

El emperador encargó a Apolodoro de Damasco la construcción de un gran templo dedicado a Venus y Roma. Fue inaugurado en el año 121, aunque las obras se prolongaron durante muchos más años. Desde entonces el templo se convirtió en un símbolo del poder imperial. Las demás obras que Adriano acometió en Roma lo mostraban como el gran valedor del respeto a las tradiciones: el Panteón, levantado por Agripa y que ordenó reconstruir; las reformas realizadas en la Saepta Iulia, el foro de Augusto y el templo de la Bona Dea; los templos levantados en honor de Trajano y Plotina en el foro imperial… Incluso su proyecto arquitectónico más personal, su mausoleo, que fue erigido a imagen y semejanza del de Augusto, buscaba mostrarle como el verdadero heredero espiritual y político del fundador del Imperio. Al final de su vida, Adriano decidió retirarse a Bayas tras haber dejado las riendas del Imperio a Antonino Pío, al que había adoptado poco antes. Cuando falleció, el Senado, resentido por las ejecuciones de sus miembros, quiso destruir su recuerdo.

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