El de Isabel y
Fernando no fue un matrimonio por amor (muy pocos lo eran), pero la pasión y el
afecto tuvieron su lugar en una unión determinada por la razón de Estado
El matrimonio de los Reyes Católicos, realizado cuando
ambos eran unos adolescentes y ninguno de ellos era rey ni tenía seguridades
completas de llegar a serlo, tuvo consecuencias trascendentales para la
historia de España, e incluso del mundo, pues conllevó la unión de Castilla y
Aragón, el fin de la
Reconquista o el descubrimiento de América. Pero a la vez el
enlace revistió una dimensión personal no menos interesante para el
historiador. Aunque en su origen la unión estuvo dictada por razones de
conveniencia política, desde los primeros momentos se advirtió entre los
esposos una compenetración especial. En ello no faltó la pasión amorosa, en el
caso de Fernando sobre todo en las fases iniciales del matrimonio, cuando en
sus cartas a la reina aludía al mal que le causaba la separación o se presentaba
como amante despechado; a Isabel, más discreta pero también más constante, la
dejaban en evidencia sus recurrentes accesos de celos.
Este afecto mutuo no impidió que entre los cónyuges surgieran desavenencias
pasajeras, por ejemplo por el empeño de Isabel en hacer visible que ella erala
“reina propietaria” de Castilla, mientras que Fernando en Castilla era simple
rey consorte, aunque le otorgara plena facultad de mando. Con el tiempo entre
ambos se impuso una complicidad basada en sus comunes intereses políticos pero
también en la preocupación compartida por la suerte de sus hijos. La muerte del
príncipe heredero Juan, en 1497, supuso un duro golpe para ambos, agravado por
el fallecimiento de su otra hija mayor, Isabel, y del hijo de ésta, Miguel,
heredero del reino. La sucesión pasó entonces a su tercera hija, Juana, cuyos
desequilibrios psicológicos amargaron los últimos días de la reina Isabel,
fallecida cuando tenía poco más de 50 años, en 1504. Fernando escribió
entonces: "su muerte es para mí el mayor trabajo que en esta vida me
podría venir…" La juventud y los años de plenitud de la monarquía
unificada se habían esfumado, ante un futuro que no se sabía aún qué depararía
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