La grandeza del Imperio romano se hacía patente en sus obras públicas, y especialmente en su red de calzadas. La más importante de Hispania fue la vía Augusta, que iba desde los Pirineos a Cádiz.
Las vías romanas simbolizaban el triunfo del hombre que domina a la naturaleza salvaje y lleva el orden y la civilización hasta el último confín. Por eso se adornaban con arcos triunfales y se tendían puentes que salvaban los ríos uniendo las orillas antes irremediablemente separadas. Para un romano estas obras de ingeniería eran superiores a las pirámides de Egipto o a las bellas obras de los griegos, hermosas pero inútiles. Su logro era comparable a las hazañas militares, hasta el punto de que la calzada llevaba el nombre de su impulsor, como Apio Claudio, que vio inmortalizado su nombre en la vía Apia, la más importante de las vías romanas, que unía Roma con el sur de Italia. O la vía Augusta en la península Ibérica, que tomó su nombre del emperador Augusto. A la entrada de las grandes ciudades las vías adquirían un aspecto monumental; su anchura aumentaba hasta superar los diez metros, y contaban con amplias aceras para los peatones y un enlosado regular.
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