jueves, 27 de octubre de 2011

Judios en España

Los primeros asentamientos judíos en la península Ibérica se remontarían a la época de las colonias fenicias y griegas en el Mediterráneo, aunque la tradición llega aún más lejos y los ubica por estos lares ya en los tiempos del rey Salomón (970-931 a.C). Junto a períodos de relativa calma, el pueblo judío ha soportado otros de cruel acoso, que alcanzaron su cenit con la expulsión decretada por los Reyes Católicos en 1492. Esta es, a grandes rasgos, la crónica de los hijos de Israel en la bíblica Sefarad. 


“Los desterrados de Jerusalén que están en Sefarad ocuparán las ciudades del Negeb”, profetizó Abdías; y ese nombre, Sefarad, habría de aplicarse –por cierto tardíamente– a la península Ibérica. Desde entonces, los judíos de linaje español son los sefarditas, en oposición a la rama askenazí proveniente de la Europa germánica. Pero no nos vayamos por las ramas…
El pueblo judío ha vivido “disperso” desde sus orígenes, y esa “dispersión” o “diáspora” justifica su presencia en los más remotos lugares del orbe desde la Antigüedad. En la península Ibérica, la tradición quiere pintarlos en las mismas naves de Salomón que comerciaban con Tarsis e identifican este punto ¬–por la evidente homofonía– con nuestra onubense y enigmática Tartessos. Otras fuentes señalan que la primera destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor, en el año 587 a.C., trajo aquí a los “pioneros” judíos; pero lo cierto es que las primeras comunidades hebreas precedieron a la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén, en 70 d.C. Fue en esa fecha cuando los judíos arribaron al Norte de África y desde ahí cruzaron el Estrecho hacia las costas peninsulares. A la sazón, es cierto, ya existían algunas comunidades judías repartidas por la franja mediterránea, en Ampurias, Mataró o Tarragona, fruto de los viajes comerciales de fenicios y griegos.

Sobre los avatares de los judíos en Hispania hasta el siglo V d.C., podemos hablar de dos ciclos: el primero fue de tolerancia; el segundo, de asechanza.

Al principio, los judíos bregaban por la supervivencia desempeñando los más variados oficios –comerciantes, agricultores, tenderos…–. Quienes se lo podían permitir se beneficiaban del trabajo de los esclavos y los pobres hacían lo posible por asomar la cabeza en una sociedad que no siempre les mostraba simpatía. No obstante, las autoridades romanas tendieron a respetar sus creencias e incluso se les reconoció el derecho de ciudadanía (Constitutio Antoniniana, 212).

El relativo bienestar de que gozaban se habría extendido en el tiempo de no ser porque en su camino se cruzó la figura de Constantino el Grande (306-337), quien, mediante el Edicto de Milán (313), proclamó la libertad religiosa. Tras las terribles persecuciones sufridas por los cristianos a lo largo de los tres primeros siglos de nuestra era, estos empezaban a ver la luz… y los judíos las sombras. Las actas del concilio de Elvira, celebrado en Granada a principios del siglo IV, nos advierten a las claras de las diferencias irreconciliables que había ya entre unos y otros.

El primer emperador cristiano de Roma, Constantino, abrió, pues, la senda para la cristianización de todo el Imperio, que tendría lugar en 391 d.C. Entre el Edicto de 313 y la oficialidad decretada por Teodosio, los judíos vieron restringidas poco a poco sus libertades. A principios del siglo IV d.C. queda documentado el ataque a los judíos de Mahón en la famosa carta-encíclica del obispo Severo, que ya comentamos en las páginas de esta revista (Historia de Iberia Vieja, enero de 2011). El obispo reconstruía en ella los hechos que motivaron la conversión masiva de los judíos de Mahón en el año 418. La relación de estos con los cristianos se podría calificar de todo excepto de amistosa. De acuerdo con Severo, los judíos lanzaron primero piedras sobre los cristianos desde una altura, luego fueron los cristianos quienes se las lanzaron a los judíos; y, posteriormente, ardió la sinagoga, tras un enfrentamiento entre ambos: los cristianos “armados con la virtud del Espíritu Santo” y los judíos con “piedras, dardos, lanzas y otro género de armas”.

Tres siglos de dominación visigoda dieron para mucho en lo que al pueblo judío se refiere. Cuando las tribus germánicas finiquitaron a la vieja loba, se abrió un nuevo período para los hijos de Israel. Los visigodos profesaban la religión arriana, del todo inaceptable para la Iglesia católica, que veía en ella una herejía. De ese modo, los judíos acogieron con los brazos abiertos a los gerifaltes que llegaron del frío; pues los godos les permitieron reconstruir sus sinagogas y establecer incluso sus propios tribunales.

Mas, una vez más, la dicha duró poco. La conversión de Recaredo al cristianismo en el año 589 –mediante la que el hijo de Leovigildo pretendía ganarse a la mayoría hispanorromana– fue una muy mala noticia para los judíos, que, como tantas otras veces, afrontaron la incertidumbre venidera. Tan solo unas décadas más tarde, Sisebuto (612-621) ejecutó con fruición las amenazas que revoloteaban en el aire. Su política xenófoba comprendía la confiscación de bienes, el destierro e incluso la muerte de los judíos que no bautizaran a los hijos de matrimonios mixtos o que hicieran proselitismo de su fe. El Fuero Juzgo o Liber Iudiciorium (654), el compendio legal más importante de los visigodos, abundaba en ejemplos de esta índole, pero los cánones del IV Concilio de Toledo, convocado por Sisenando, son aún más significativos para este caso: el Concilio preconizaba mecanismos tan bárbaros –nunca mejor dicho– como apartar a los judíos de sus hijos, que serían entregados como esclavos a monasterios y familias cristianas.

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