Trujillo, 1511. Han pasado quinientos años desde que en la ilustre y señorial localidad cacereña viniera al mundo uno de sus ciudadanos más ilustres y reconocidos –según en qué partes del planeta–.
Y es que la historia es diversa y contradictoria dependiendo del prisma con el que se observa. Nosotros lo haremos con el único que nos interesa: el que muestra al ser humano que en las líneas siguientes se va a hacer dueño y señor de estas páginas escritas por Lorenzo Fernández, que acaba de publicar su nuevo libro, La maldición de los exploradores (Libros Cúpula, 2011), de que ofrecemos en exclusiva este anticipo editorial, en el que repasa las aventuras y descubrimientos de algunos legendarios viajeros que buscaron nuevas tierras. Por: Lorenzo Fernández Bueno
Poco es lo que se sabe de la infancia de Francisco de Orellana en la noble ciudad, pero los cronistas se ponen de acuerdo a la hora de mostrar su fascinación por los grandes héroes de una conquista que por aquellas fechas apenas si estaba poniéndose en marcha. A su alrededor nada había que saciase sus incipientes ansias por viajar a lugares inexplorados, sitios a los que la mano de Dios ya no llegaba.
Sea como fuere, Orellana pronto entendió que su presente se encontraba allende los bravos mares atlánticos, donde uno de sus más ilustres familiares estaba llevando a cabo una gesta, sanguinaria pero gesta al fin y al cabo, tal era la difícil conquista de uno de los imperios más poderosos y extensos que haya conocido la historia: el inca. Porque, todo sea dicho, su abuela materna tenía trazas de consanguinidad con el clan de los Pizarro, por lo que en el caso que nos ocupa la huella genética también pudo ser determinante para las empresas que no mucho tiempo después protagonizaría Francisco de Orellana.
De este modo, cuando apenas si despuntaba una sombra de barba de su rostro, a la edad de 16 años embarcó rumbo al Nuevo Mundo, donde se pondría a las órdenes de un hombre curtido en la batalla, fiel a su soldadesca pero exento de escrúpulos: el propio Pizarro.
Ya en tierras del incanato, Orellana quiso ganarse la mirada de su admirado Pizarro, tomando parte en las batallas contra los hijos del Tahuantinsuyu, en las que destacaría por su enorme valor, su pundonor, y sobre todo por la nobleza que mostró cuando de ser misericordioso con el enemigo se trataba.
Años más tarde, en una de las incursiones que se llevaron a cabo ya en tierras ecuatorianas, ese mismo ardor en el conflicto le dejó sin un ojo. Fue en un enfrentamiento con los indígenas manteños, que en principio recibieron a los soldados de España con parabienes y regalos, ya que estaban convencidos de que, o bien eran enviados de los dioses, o bien eran las propias divinidades que habían encarnado en aquellos extraños seres. No en vano, el historiador búlgaro Tzvetan Todorov reflejó la sorpresa que causaban aquellos hombres a lomos de sus musculosos caballos, al punto de que cuando alguno caía de su montura, se producían escenas esperpénticas como ésta: “...como los indios vieron dividirse aquel animal en dos partes, teniendo por cierto que todo era una cosa, fue tanto el miedo que tuvieron, que volvieron las espaldas dando voces a los suyos diciendo que se habían hecho dos, haciendo admiración de ello, lo cual no fue sin misterio”.
Esta fue una de las grandes bazas de la conquista: el desconocimiento de los pueblos indígenas que se encontraron en el camino de la hoja de la espada toledana de los españoles. No obstante fue en esta tierra, concretamente en la provincia de Esmeralda, donde Orellana oiría hablar por vez primera de un mito, que con el fulgor del oro acabaría por convertirse en su obsesión. De hecho el marino Bartolomé Ruiz, que anduvo tiempo antes de descubrir las costas de Ecuador a las órdenes del mismísimo Cristóbal Colón, al poner pie en costa dejó escrito que “salieron algunos indios a él acaecidos de oro, y tres principales, puestas unas diademas, y dijeron al piloto que se fuese con ellos”.
En una América en la que no había grandes minas de oro –tampoco pequeñas–, las piezas que los nativos poseían en cantidades jamás soñadas advertían que estas debían de proceder de algún lugar desconocido; la fuente aurífera más grande del planeta, un lugar que los indígenas protegían del conquistador pues para ellos el oro no era más que un material con el que elaborar sus objetos sagrados, y veían en la voracidad del hombre blanco un ansía peligrosa y desmedida capaz de llevarles a enfrentamientos bizarros, al punto de que acabaron creyendo que los conquistadores se comían el dorado metal. Así nació la leyenda; así nació El Dorado…
Sea como fuere, Orellana pronto entendió que su presente se encontraba allende los bravos mares atlánticos, donde uno de sus más ilustres familiares estaba llevando a cabo una gesta, sanguinaria pero gesta al fin y al cabo, tal era la difícil conquista de uno de los imperios más poderosos y extensos que haya conocido la historia: el inca. Porque, todo sea dicho, su abuela materna tenía trazas de consanguinidad con el clan de los Pizarro, por lo que en el caso que nos ocupa la huella genética también pudo ser determinante para las empresas que no mucho tiempo después protagonizaría Francisco de Orellana.
De este modo, cuando apenas si despuntaba una sombra de barba de su rostro, a la edad de 16 años embarcó rumbo al Nuevo Mundo, donde se pondría a las órdenes de un hombre curtido en la batalla, fiel a su soldadesca pero exento de escrúpulos: el propio Pizarro.
Ya en tierras del incanato, Orellana quiso ganarse la mirada de su admirado Pizarro, tomando parte en las batallas contra los hijos del Tahuantinsuyu, en las que destacaría por su enorme valor, su pundonor, y sobre todo por la nobleza que mostró cuando de ser misericordioso con el enemigo se trataba.
Años más tarde, en una de las incursiones que se llevaron a cabo ya en tierras ecuatorianas, ese mismo ardor en el conflicto le dejó sin un ojo. Fue en un enfrentamiento con los indígenas manteños, que en principio recibieron a los soldados de España con parabienes y regalos, ya que estaban convencidos de que, o bien eran enviados de los dioses, o bien eran las propias divinidades que habían encarnado en aquellos extraños seres. No en vano, el historiador búlgaro Tzvetan Todorov reflejó la sorpresa que causaban aquellos hombres a lomos de sus musculosos caballos, al punto de que cuando alguno caía de su montura, se producían escenas esperpénticas como ésta: “...como los indios vieron dividirse aquel animal en dos partes, teniendo por cierto que todo era una cosa, fue tanto el miedo que tuvieron, que volvieron las espaldas dando voces a los suyos diciendo que se habían hecho dos, haciendo admiración de ello, lo cual no fue sin misterio”.
Esta fue una de las grandes bazas de la conquista: el desconocimiento de los pueblos indígenas que se encontraron en el camino de la hoja de la espada toledana de los españoles. No obstante fue en esta tierra, concretamente en la provincia de Esmeralda, donde Orellana oiría hablar por vez primera de un mito, que con el fulgor del oro acabaría por convertirse en su obsesión. De hecho el marino Bartolomé Ruiz, que anduvo tiempo antes de descubrir las costas de Ecuador a las órdenes del mismísimo Cristóbal Colón, al poner pie en costa dejó escrito que “salieron algunos indios a él acaecidos de oro, y tres principales, puestas unas diademas, y dijeron al piloto que se fuese con ellos”.
En una América en la que no había grandes minas de oro –tampoco pequeñas–, las piezas que los nativos poseían en cantidades jamás soñadas advertían que estas debían de proceder de algún lugar desconocido; la fuente aurífera más grande del planeta, un lugar que los indígenas protegían del conquistador pues para ellos el oro no era más que un material con el que elaborar sus objetos sagrados, y veían en la voracidad del hombre blanco un ansía peligrosa y desmedida capaz de llevarles a enfrentamientos bizarros, al punto de que acabaron creyendo que los conquistadores se comían el dorado metal. Así nació la leyenda; así nació El Dorado…
EN BUSCA DEL PAÍS DE LA CANELA
Orellana, que era hombre emprendedor, bravo guerrero, pero espíritu generoso, se instaló en Santiago de Guayaquil en 1538, población de la que acabaría siendo su gobernador. Durante el tiempo que permaneció tranquilo en la ciudad ecuatoriana se preocupó muy mucho de aprender algunos de los dialectos más extendidos de cuantos se hablaban en las selvas más allá de la terrible cordillera andina, se empapó de sus usos y sus costumbres y se convirtió en un regente querido y emprendedor. Así, durante su estancia en Guayaquil llegó a sus oídos que Gonzalo Pizarro, por esas fechas ya gobernador de Quito, estaba reclutando fuerzas con el firme propósito de iniciar una expedición a las entrañas de la selva, en busca de otro de los lugares míticos que las leyendas indígenas daban por reales: el País de la Canela.
Si bien es cierto que no era El Dorado, este nuevo enclave no desmerecía en nada al lugar del que supuestamente los incas –y otras culturas– extraían el oro en cantidades desorbitadas; además, una vez iniciada la búsqueda, el objetivo de esta, fuera uno u otro, bien merecía la pena.
De este modo, y puesto que si hoy día las conexiones son complicadas no es difícil imaginar cómo eran por entonces, Orellana partió dirección a la capital del país, para ofrecer sus servicios al menor de los Pizarro. La travesía se demoró más de la cuenta, y cuando nuestro protagonista arribó a la gran urbe, Gonzalo ya hacía días que había partido a la cabeza de dos centenares de españoles y algo más de cuatro mil nativos.
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