En 1314, Jacques de Molay, gran maestre del Temple, acusado de herejía, fue ejecutado en la hoguera ante la catedral de Notre Dame. Era el fin de la orden más poderosa de la Cristiandad.
Tras disolver la orden del Temple en 1307, el rey de Francia no descansó hasta que el gran maestre templario, Jacques de Molay, fue ejecutado en la hoguera delante de la catedral de Notre Dame. A un lado de la escalera que lleva al parque de Vert-Galant, en París, se puede leer la siguiente inscripción: «En este lugar, Jacques de Molay, último gran maestre de la orden del Temple, fue quemado el 18 de marzo de 1314». Se le acusaba, entre otros delitos, de herejía. Junto a él sufrió la misma pena otro jerarca de la Orden, Geoffrey de Charney, que ostentaba el cargo de gran preceptor de Normandía. Los oficiales del rey de Francia ejecutaron la orden al anochecer, en el lugar llamado Île-des-Javiaux o Île-des-Juifs, en el Sena. Los parisinos vieron cómo los condenados solicitaban a sus verdugos que los colocasen en la pira mirando hacia Notre Dame. Con los ojos puestos en la catedral, De Molay rezó a la Virgen María, a la que casi dos siglos atrás san Bernardo de Claravall había dedicado la Orden. Puesto que, según decían los templarios, todo empezaba y todo terminaba en el nombre de la Virgen, su oración era tanto una afirmación de fe cristiana como una vindicación del Temple. Cuando se encendió la hoguera, terminó uno de los mayores y más polémicos procesos judiciales de la historia europea, tanto por su alcance territorial como por la condición religiosa y la fama de los encausados. Eran los últimos exponentes de la religiosidad militante de las cruzadas, que en aquel entonces, a ojos de muchos cristianos de Occidente, había perdido su razón de ser. En 1291 los musulmanes se habían apoderado de San Juan de Acre, el último reducto cruzado en Tierra Santa, y muchos intelectuales de la época se preguntaban si órdenes militares como las del Temple y el Hospital, nacidas para defender los Santos Lugares, tenían una función que cumplir. Por otro lado, había en el seno de la Iglesia una corriente que propugnaba la unión de las órdenes militares bajo un único mando, dependiente del papa, para impulsar su actuación frente a los musulmanes. Perdida Acre, se alzaron nuevas voces de laicos y eclesiásticos en favor de dicha unión. Pero al tiempo que el papel militar del Temple parecía perder sentido, la Orden se convertía en una de las instituciones financieras más sólidas de la Cristiandad. Mientras que los templarios de Oriente, concentrados en Chipre tras la expulsión de Tierra Santa, mantenían viva la llama de la lucha contra el Islam, los de Occidente gestionaban una inmensa fortuna acumulada merced a donaciones y rentas de innumerables posesiones, y actuaban a modo de una institución bancaria, prestando dinero a reyes y príncipes. A la cabeza de esta poderosa y envidiada orden militar se hallaba Jacques de Molay, su vigésimo tercer gran maestre.
Además de un acérrimo defensor de la independencia del Temple frente a las intromisiones de los reyes cristianos, era un encarnizado valedor de la recuperación de Tierra Santa, y presentó un proyecto de cruzada al papa Clemente V cuando éste le convocó en Poitiers, en 1306, junto con el gran maestre del Hospital, para hablar de dicha cruzada y de la posible unión de ambas órdenes.
Cuando De Molay llegó a Europa, a finales de 1306, el papa le informó de que circulaban ciertas sospechas sobre la ortodoxia y moralidad de la Orden, a lo que el maestre respondió solicitando una investigación al respecto. No podía imaginar que tales rumores eran el preludio de la caída del Temple bajo un golpe inesperado y demoledor lanzado por el rey de Francia, Felipe IV el Hermoso. El 12 de octubre de 1307, De Molay ocupaba un puesto de honor en los funerales de Catalina de Courtenay, cuñada del soberano. Al alba del día siguiente fue detenido en la casa del Temple de París por hombres del rey. Aquel mismo día fueron hechos prisioneros todos los templarios de Francia; oficialmente, sólo doce lograron escapar, aunque algunos fueron capturados más tarde. Se les acusaba de que los neófitos, durante su ceremonia de ingreso en la Orden, debían renegar tres veces de Cristo y escupir otras tres veces a la cruz o a su imagen; que quien presidía este ceremonia besaba al neófito al final de la espina dorsal, el ombligo y la boca; que por voto hecho durante la profesión, los frailes estaban obligados a aceptar relaciones carnales cuando fuesen requeridos a ello por otros miembros de la Orden, sin poder rehusar; que los cíngulos (los cordones de lino) que ceñían sus túnicas habían sido consagrados tocando un ídolo en forma de cabeza humana barbada, que generalmente era adorado en los capítulos (las juntas de la Orden); y que los sacerdotes templarios celebraban la misa omitiendo las palabras de la consagración. No se conocen exactamente las motivaciones de la actuación regia. ¿Pensaba Felipe apoderarse de los bienes del Temple para satisfacer las apremiantes necesidades financieras de la Corona? ¿Acaso fue el fruto de las convicciones religiosas del rey, que habría actuado en defensa de la fe? ¿O bien respondía a la eliminación de un elemento que estorbaba el afianzamiento de la monarquía? El concilio que debía tratar la suerte del Temple se inauguró el 16 de octubre de 1311 en Vienne. La acusación de herejía no se había demostrado, pero la Orden había quedado irremediablemente mancillada por los oscuros rituales de ingreso que habían salido a la luz. Dado que no se podía condenar a los templarios como herejes, Clemente V optó por otra solución, que implicaba que el proceso contra aquéllos quedaba sin veredicto: el 22 de marzo de 1312 emitió la bula Vox in excelso, que abolía la orden del Temple no por sentencia judicial, sino por disposición apostólica, bajo pena de excomunión para quien llevara el hábito de templario o actuara como tal. Los bienes del Temple pasaron a la orden del Hospital, y sus miembros se integraron en otras órdenes.
Cuando De Molay llegó a Europa, a finales de 1306, el papa le informó de que circulaban ciertas sospechas sobre la ortodoxia y moralidad de la Orden, a lo que el maestre respondió solicitando una investigación al respecto. No podía imaginar que tales rumores eran el preludio de la caída del Temple bajo un golpe inesperado y demoledor lanzado por el rey de Francia, Felipe IV el Hermoso. El 12 de octubre de 1307, De Molay ocupaba un puesto de honor en los funerales de Catalina de Courtenay, cuñada del soberano. Al alba del día siguiente fue detenido en la casa del Temple de París por hombres del rey. Aquel mismo día fueron hechos prisioneros todos los templarios de Francia; oficialmente, sólo doce lograron escapar, aunque algunos fueron capturados más tarde. Se les acusaba de que los neófitos, durante su ceremonia de ingreso en la Orden, debían renegar tres veces de Cristo y escupir otras tres veces a la cruz o a su imagen; que quien presidía este ceremonia besaba al neófito al final de la espina dorsal, el ombligo y la boca; que por voto hecho durante la profesión, los frailes estaban obligados a aceptar relaciones carnales cuando fuesen requeridos a ello por otros miembros de la Orden, sin poder rehusar; que los cíngulos (los cordones de lino) que ceñían sus túnicas habían sido consagrados tocando un ídolo en forma de cabeza humana barbada, que generalmente era adorado en los capítulos (las juntas de la Orden); y que los sacerdotes templarios celebraban la misa omitiendo las palabras de la consagración. No se conocen exactamente las motivaciones de la actuación regia. ¿Pensaba Felipe apoderarse de los bienes del Temple para satisfacer las apremiantes necesidades financieras de la Corona? ¿Acaso fue el fruto de las convicciones religiosas del rey, que habría actuado en defensa de la fe? ¿O bien respondía a la eliminación de un elemento que estorbaba el afianzamiento de la monarquía? El concilio que debía tratar la suerte del Temple se inauguró el 16 de octubre de 1311 en Vienne. La acusación de herejía no se había demostrado, pero la Orden había quedado irremediablemente mancillada por los oscuros rituales de ingreso que habían salido a la luz. Dado que no se podía condenar a los templarios como herejes, Clemente V optó por otra solución, que implicaba que el proceso contra aquéllos quedaba sin veredicto: el 22 de marzo de 1312 emitió la bula Vox in excelso, que abolía la orden del Temple no por sentencia judicial, sino por disposición apostólica, bajo pena de excomunión para quien llevara el hábito de templario o actuara como tal. Los bienes del Temple pasaron a la orden del Hospital, y sus miembros se integraron en otras órdenes.
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