La Guerra de los Cien Años Fue un prolongado conflicto armado que duró en realidad 116 años (1337-1453) entre los reyes de Francia y los de Inglaterra. Esta guerra fue de raíz feudal, pues su propósito no era otro que dirimir quién controlaría las enormes posesiones de los monarcas ingleses en territorios franceses desde 1154, debido al ascenso al trono inglés de Enrique II Plantagenet, conde de Anjou y casado con Leonor de Aquitania. Tuvo implicaciones internacionales. Finalmente y después de innúmeros avatares, se saldó con la retirada inglesa de tierras francesas.
Orígenes del conflicto
La salvaje rivalidad entre Francia e Inglaterra había comenzado ya en tiempos de la Batalla de Hastings, en la que el duque francés Guillermo de Normandía (Guillermo el Conquistador o Guillermo el Bastardo) se adueñara de Inglaterra (1066). Ahora los normandos eran reyes de una gran nación, y exigirían al rey francés ser tratados como tal. Pero el punto de vista de Francia no era el mismo. Los duques de Normandía siempre habían sido sus vasallos, y el hecho de que hubiesen ascendido de su ducado a un alto trono en un país "lejano" no tenía por qué cambiar su sumisión tradicional a la corona de París.
Primeras escaramuzas
A mediados del siglo XII, los duques normandos fueron reemplazados por la dinastía Anjou, condes poderosos que poseían grandes territorios en el oeste y sudoeste de Francia. El rey angevino inglés Enrique II era de hecho más poderoso que su supuesto señor, el rey de Francia, porque gobernaba un imperio mucho más rico y productivo. En su lucha por limitar el poder de los soberanos ingleses, el rey de Francia Felipe Augusto apoyó la rebelión de uno de los hijos de Enrique II, Ricardo Corazón de León, que lo sucedió en el trono en 1189.
El Tratado de París
Enrique III (1207-1272), ascendido al trono inglés siendo muy pequeño, trajo consigo un período de zozobras y temores, que desembocó en el desfavorable Tratado de París en 1259. Enrique renunciaba formalmente a todas las posesiones de sus antepasados normandos y a todos los derechos que pudieran corresponderle. Esto incluía la pérdida de Normandía, Anjou y todas sus demás posesiones salvo Gascuña y Aquitania, que había heredado por vía materna. Estas dos regiones quedaban sometidas al homenaje, una especie de pago, renta o tributo que Enrique otorgaría al rey francés para conservarlas.
Eduardo I
El hijo de Enrique, Eduardo, no se conformó con esta situación de sometimiento: construyó una base de poder militar y económico muy superior a la de su padre y quiso colocar de nuevo a su corona en una posición de fuerza en el continente. Inició hostilidades contra Francia (que duraron cuatro años: de 1294 a 1298) pero, más dedicado a consolidar su poder en el interior de la propia Inglaterra, no hizo nada más respecto de Francia. Tenía razón: apenas fallecido Eduardo, otro lapso de convulsiones azotó a Inglaterra. Una Escocia fuerte, motivada y organizada, conducida por Roberto de Bruce, la derrotó en varias oportunidades y derrocó y mató al sucesor de Eduardo, Eduardo II.
La Guerra de San Sardos y Eduardo III
Entre 1324 y 1325 se produjo una nueva guerra entre Inglaterra y Francia, conocida por los historiadores como Guerra de San Sardos por el poblado donde tuvieron lugar las principales acciones. La corona inglesa pasó pronto a manos de Eduardo III, que era sólo un niño, pero a pesar de todo no estaba dispuesto a dejarse vencer con tanta facilidad. El rey de Francia, Carlos IV murió, como sus antecesores, sin dejar heredero varón.
La maldición de los Capetos
La muerte de Carlos IV era el fin de la poderosa y prolongada dinastía Capeto. Había sido fundada por Hugo Capeto en 987, y había dado una larga serie de poderosos monarcas que incluía a Luis VI, Luis VII y Luis VIII, todos ellos comandantes en las Cruzadas.
Luego de la muerte del rey siguiente, San Luis, orientador y comandante de la cruzada contra los cátaros, la dinastía Capeto tuvo aún otro poderoso rey: Felipe el Hermoso. Con él comenzó la decadencia: Felipe destruyó a la antigua y noble Orden del Temple, llevando al juicio y a la hoguera a muchos de sus dirigentes, en especial a su últmo Gran Maestre Jacques de Molay.
La tradición cuenta que De Molay, de pie sobre las llamas que lo consumirían, maldijo a Felipe el Hermoso, al Papa y a la familia Capeto, profetizando su pronta extinción y olvido. En efecto, Felipe IV murió en 1314, en el curso del mismo año de la ejecución de los templarios. Tenía tres hijos. El mayor, Luis X el Obstinado, fue coronado en agosto de 1315 y murió a los pocos meses, mientras su esposa estaba embarazada. El niño recién nacido iba a ser coronado con el nombre de Juan I mas, en razón de su corta edad, recibió como regente al hermano mediano de su padre, Felipe. El pequeño murió siendo un bebé, por lo que se lo conoce como Juan el Póstumo. Así, su tío Felipe debió ser coronado de inmediato bajo el nombre de Felipe V el Largo. Este rey, aunque enérgico e inteligente, era débil de salud y falleció sólo cinco años después, dejando cuatro hijas que no podían heredar en virtud de la famosa Ley Sálica que él mismo inventó para poder suceder a su sobrino. Le sucedió entonces el tercer hijo de Felipe el Hermoso (y por tanto hermano pequeño de Luis X y Felipe V): Carlos Capeto, que reinó bajo el nombre de Carlos IV.
La supuesta maldición de los templarios terminó de cumplirse el 1º de febrero de 1328 al fallecer este rey dejando sólo dos hijas (una póstuma) y ningún varón para heredar. En apenas 14 años, y luego de cuatro breves reinados, la dinastía de los Capetos se había extinguido.
La guerra
Los hijos de Felipe el Hermoso (Luis, Felipe y Carlos) tenían una hermana llamada Isabel (la "Loba de Francia"), que era a la sazón la madre de Eduardo III de Inglaterra. El joven rey, de tan solo dieciséis años, pretendió reclamar su derecho al trono de Francia apelando a esta circunstancia. Muertos sus tres tíos sin herederos, y muerto su primo siendo un infante, consideró que la corona francesa debía pasar a su madre y, a través de ella, a su propia testa. Por supuesto que Francia no estaba de acuerdo. Los franceses invocaron la Ley Sálica, que impedía la transmisión de la corona a través de la línea femenina. Para evitar que Inglaterra devorase a Francia por culpa de un tecnicismo legal, decidieron que la corona recién abandonada por los Capetos pasara al hermano menor de Felipe el Hermoso (y tío de Luis, Felipe V y Carlos): Carlos de Valois. Pero corría 1328, y Carlos había muerto tres años antes. De ese modo, correspondió según la teoría francesa coronar al hijo de éste, Felipe de Valois, bajo el nombre real de Felipe VI. Este fue el primer monarca de la dinastía Valois, que se apropió de Francia sin que Eduardo III pudiese hacer nada para evitarlo. Ahora, correspondía que Eduardo rindiera (y pagase) homenaje al orgulloso Felipe por sus exiguas posesiones, las pocas que aún conservaba en Francia.
Homenajes y refugiados
Como es comprensible, Eduardo no se sentía feliz: no le parecía lógico pagar a Felipe un homenaje por tierras que habían pertenecido a sus antepasados desde hacía siglos, y además pensaba que él mismo tenía el derecho de su lado para ser soberano de Francia. De este modo, se veía a sí mismo como un rey derrocado en Francia al que, además, se le obligaba a pagar tributo al usurpador por el uso de sus propios territorios. La situación no podía durar. Encontró por fin el modo de dañar a Felipe: uno de los parientes del rey francés, Roberto de Artois, se había rebelado, y Eduardo lo acogió como a un hermano en su corte inglesa. La reacción de Felipe VI fue drástica: en un golpe de mano rápido y perfecto, invadió y se anexionó la región de Gascuña, propiedad de Eduardo. Eduardo respondió reclamando, por enésima vez, su derecho a ocupar el trono de París.
La guerra interminable
Una vez iniciadas las hostilidades (ya en toda regla, no como simples escaramuzas), la suerte de ambos bandos fue fluctuante y pendular. Al principio, los ingleses de Eduardo efectuaron unas muy importantes operaciones terrestres en 1339 y 1340, y obtuvieron además una gran victoria naval en Sluys. Eduardo utilizaba una táctica copiada de sus enemigos (la chevauchée). Atacaba la campiña desprotegida en sitios donde las tropas francesas eran débiles o estaban ausentes, y se adueñaba de ella. De inmediato procedía a matar a los civiles de sexo masculino, incendiaba, saqueaba y robaba las posesiones de los campesinos. Al ser estos parte de una sociedad de tipo feudal, estaba sobreentendido que era responsabilidad y obligación de Felipe de Francia protegerlos contra estos salvajes ejércitos extranjeros. De este modo, además de hacerse con tierras, suministros y prisioneros, Eduardo socavaba la autoridad de Felipe en la mirada de su pueblo campesino.
En 1346 los franceses entablaron batalla con Eduardo en Crecy y en 1356 con su hijo el Príncipe Negro en Poitiers. Ambos combates concluyeron con sendas y resonantes victorias inglesas, en la segunda de las cuales los ingleses se garantizaron una mejor posición de fuerza en las negociaciones posteriores al sorprender y capturar al rey Juan II de Francia, además de a un gran número de nobles y caballeros. Prisionero el monarca, los franceses se vieron obligados a contemporizar y firmar el Tratado de Brétigny (1360), que cedía a Eduardo III todas sus posesiones originales salvo Normandía.
El contraataque
Tras la victoria inglesa en la batalla de Sluys Francia decidió aplicar las mismas tácticas anfibias y navales. Comenzaron entonces, a partir de 1360, a hacer rápidas y devastadoras incursiones contra la costa meridional de Inglaterra, que culminaron en el saqueo e incendio de Winchelsea. Pronto se aficionaron a este tipo de operaciones, y los ataques anfibios se convertirían en la pesadilla de las guarniciones y población civil inglesas costeras por lo menos hasta 1401. Descubrieron además que Eduardo comenzaba a hacer regresar sus tropas para defender sus islas, por lo que los campesinos franceses empezaban a ver disminuir las espantosas chevauchées británicas. Así, los pocos ingleses que aún recorrían la campiña francesa se vieron obligados a retroceder progresivamente en medio de las tierras secas y arrasadas que los franceses dejaban a sus espaldas. Muchos murieron de hambre y enfermedades (principalmente disentería y escorbuto), y nunca se volvieron lo suficientemente fuertes como para plantar cara a los defensores de Francia. A pesar de la victoria en su propio país, Francia pagó muy cara la expulsión del invasor en esta etapa de la guerra. Comandaba las acciones el delfín Carlos (más tarde coronado como Carlos V). Su condestable, el ambicioso e inteligente Bertrand du Guesclin, le aconsejó no confrontar, sino recurrir a una política de hostigamiento de las columnas inglesas en retroceso, dejando ante ellas solamente tierra arrasada. Esta prefiguración de la táctica de von Clausewitz implicó, entonces, que los campesinos y civiles franceses vieran sus tierras, antes quemadas por los invasores, nuevamente arrasadas y destruidas, (esta vez por sus propios protectores), con el afán de "salvarlas".
La guerra alcanza su mayor extensión en esta época, al rebasar por primera vez los límites de Francia. Así, en 1367, los ingleses del Príncipe Negro auxilian a Pedro I de Castilla en la Batalla de Nájera, mientras que su hermanastro Enrique recibe la ayuda de caballeros franceses dirigidos por el propio Bertrand Du Guesclin. La victoria final de Enrique en la Guerra Civil Castellana brindará a Francia un poderoso aliado en el plano naval (cuya hegemonía había correspondido hasta entonces a Inglaterra de forma indiscutida) que destruye la escuadra inglesa en La Rochelle y saquea o incendia numerosos puertos ingleses (Rye, Rotingdean, Lewes, Folkestone, Plymouth, Portsmouth, Wight, Hastings) entre 1377 y 1380, año en que el almirante castellano Fernando Sánchez de Tovar llega incluso a amenazar Londres. De forma paralela, Du Guesclin protagoniza varias incursiones en Bretaña, cuyo rey se había aliado con Inglaterra.
La suerte cambia de bando
Inglaterra quiso, entre 1360 y 1375, reasumir la voz cantante y la iniciativa de una guerra que la estaba devorando, pero la suerte había cambiado de bando y favorecía ahora a los franceses. Los estrategas ingleses Sir Robert Knolles, en 1360, y Juan de Gante en 1363 formaron cuerpos expedicionarios que atacaron el continente, pero fueron masacrados por los defensores franceses. El rey Eduardo había muerto, y su sucesor, Ricardo II de Inglaterra, volvió a sufrir la maldición que había perseguido a todos los reyes niños: tensiones políticas, convulsión social, una fiera lucha por la sucesión o al menos la regencia, todo ello envuelto en el espantoso caos de una guerra internacional que amenazaba con devorarse a Europa entera. Depuesto Ricardo por iniciativa de Enrique de Lancaster en 1399, los vientos de guerra rotaron 180º una vez más. Hacía una generación entera que Inglaterra sólo sufría derrotas frente a Francia, pero de pronto los desembarcos en las islas comenzaron a ser rechazados y los ingleses invadieron Francia con moderado éxito en tres oportunidades: en 1405, 1410 y 1412. Enrique de Lancaster fue coronado como Enrique IV de Inglaterra luego del derrocamiento de Ricardo II, y sería su hijo, Enrique V, el encargado de llevar la guerra nuevamente al corazón de Francia.
Últimas acciones de Enrique V
Desplazado de este modo de la línea sucesoria el delfín Carlos, hijo de Carlos VI, todos creyeron que Enrique V legaría ambos tronos a su hijo Enrique, que tenía a la sazón unos pocos meses. Pero por una ironía de la historia, Enrique V murió inesperadamente en 1422, antes que Carlos VI. Dos meses más tarde lo siguió a la tumba el rey de Francia. Los hechos se precipitaron entonces. Incumpliendo el Tratado de Troyes, Francia decidió coronar al delfín Carlos en lugar de al niño Enrique VI como estaba pactado.
Otra vez, la guerra
La respuesta inglesa fue coronar al bebé como rey de Inglaterra y de Francia. Decidiendo eliminar al rey Carlos VII, al que la teoría inglesa consideraba un usurpador, invadieron nuevamente Francia y pusieron sitio a Orleáns, última ciudad del reino que permanecía fiel al atrapado rey francés. Todo parecía indicar que Carlos VII tendría que ceder a las pretensiones del rey-niño de Inglaterra. Sin embargo, la historia de la Guerra de los Cien años daría aquí (1428) un inesperado giro, de la mano de una ignota muchacha campesina.
La Doncella de Orleáns
Una joven iletrada nacida en Domrémy, llamada Juana de Arco, creía haber sido elegida por Dios para librar a su país de los persistentes ingleses. Con 17 años de edad, consiguió reunir un grupo de soldados y librar en 1429 a Orleáns del asedio inglés.
La victoria de Juana motivó y concienció a soldados y campesinos franceses y les mostró un camino a seguir y un líder a quien imitar. A este triunfo de la Doncella de Orleáns (como se la conoció desde entonces) siguieron otros, como los de Troyes, Châlons y Reims, donde, en presencia de la joven, Carlos VII fue formalmente coronado.
A partir de este punto, la campaña militar de Juana comenzó a caer en una espiral descendente: fue derrotada en París y Compiègne y finalmente, cayendo en desgracia, fue capturada en 1430 por el duque de Borgoña, Felipe.
Los jefes militares franceses, envidiosos del éxito de la joven, habían estado conspirando a sus espaldas. Temían el ascendiente que Juana estaba tomando sobre el rey Carlos y, sobre todo, les aterrorizaba el hecho de que la intervención divina (a través de Juana) estaba convirtiendo la guerra feudal que era la Guerra de los Cien Años en una lucha nacional y popular. Entregada a los ingleses, fue procesada por la Inquisición bajo la acusación de hechicería, condenada a muerte y ejecutada en la hoguera en Rouen (1431).
Francia se hace más fuerte
La situación se volvía complicada. Francia tenía ahora dos reyes. Coronado Carlos VII en Reims, los ingleses entronizaron en París a su propio rey, Enrique VI, apoyado solamente por Felipe de Borgoña. Con inteligencia, los franceses partidarios de Carlos llegaron a un acuerdo con Felipe, remarcando aún más el aislamiento en que se encontraba Enrique. Este episodio sucedió en 1435 y se conoce como Tratado de Arras. Inglaterra necesitaba imperiosamente a Borgoña como aliado militar. Falta de él, los carlistas atacaron y ocuparon París al año siguiente. Como precaución en caso de que el conflicto se prolongara (medida visionaria, porque el fin de la guerra tardó aún veinte años en llegar), Carlos VII aprendió de los errores de su antecesor y, reestructurando profundamente al ejército francés, logró dotar a su corona de un ejército permanente por primera vez en la historia. Francia lograba así una fuerza militar profesional, entrenada, preparada siempre para entrar en acción y aguerrida, en vez del grupo desorganizado de entusiastas caballeros y campesinos feudales que se reunía de cualquier modo en los momentos más inesperados, y que había favorecido al éxito enemigo en tantas oportunidades. Como es lógico, la reforma militar no tendría éxito si no se acompañaba de profundos cambios en la economía, la infraestructura, las finanzas y la propia sociedad. Habiendo reconstruido las finanzas del reino, Carlos mandó construir un impresionante conjunto de fortificaciones militares, canalizaciones hidráulicas, puertos seguros y una mejor y más consistente base de poder para sí mismo.
Luchas intestinas en Francia
Los ingleses no eran el único problema de Carlos VII: el hambre y las pestes venían persiguiendo a su dinastía desde el principio mismo. El comienzo del siglo XIV había encontrado a toda Europa sumida en una profunda crisis económica cuyas causas permanecen ocultas incluso para los historiadores del siglo XXI. Esta crisis se había ensañado particularmente con Francia (campo de batalla de largas y furiosas guerras y reyertas) y afectaba en especial la producción agrícola, las fábricas industriales y el comercio, que en el siglo XIII habían signicado tanto para Europa. Ahora, tras los centenarios saqueos e incendios provocados por los invasores, Francia pasaba hambre una vez más y, como parece lógico, la peste volvió a hacer su aparición. Así, los nobles de la Casa de Anjou, viendo que el monarca pretendía proseguir la guerra hasta las últimas consecuencias, comenzaron a conspirar contra él y convencieron a su hijo Luis (el futuro Luis XI de Francia) de que se plegara a la conjura. Carlos consiguió sortear el peligro que amenazaba aislarlo y dejarlo sin poder. Para acrecentarlo, estableció una ventajosa alianza con Suiza y con varios reinos de Alemania. A pesar del respiro que este apoyo le procuró, Carlos sin embargo era consciente de que continuaba gobernando un país inestable, muerto de hambre, que ya casi no producía cereales, cercado por la peste y con la siempre presente espada de Damocles representada por su poderoso vecino inglés que en cualquier momento podía decidir invadirlo y atacar de nuevo.
Los problemas de Inglaterra
Su enemigo, sin embargo, no se encontraba en mejor forma: de la soberbia victoria en Agincourt habían pasado a la humillante derrota de París. Enrique VI era aún menor de edad, y enfrentaba los mismos problemas que Carlos: luchas, recelos y rivalidades entre los nobles y príncipes reales de su casa. Buscando descomprimir la situación internacional, el jovencito solicitó y obtuvo la mano de Margarita de Anjou, sobrina de su rival Carlos VII, con la que se casó en 1444. Una vez casados, la posibilidad de una paz de compromiso basada en los lazos familiares se vislumbraba cercana. Sin embargo, de las dos facciones en que se habían dividido los ingleses, una estaba en favor de la paz (liderada por Juan de Beaufort, duque de Somerset). Pero la otra preconizaba la guerra y su prosecución hasta el exterminio. Sus jefes eran Humberto, duque de Gloucester y Ricardo, duque de York. Para colmo de la desgracia inglesa, Enrique VI comenzó a seguir los pasos de Carlos VI, el enemigo de su padre. Poco a poco comenzó a evidenciar síntomas de locura, que pronto se convirtieron en una clara, permanente e incapacitante demencia.
El fin de la guerra y la victoria de Francia
Las reformas y mejoras realizadas por Carlos VII rindieron sus frutos: lentamente la presión francesa comenzó a hacer retroceder al enemigo y fue poniendo sitio y reconquistando, paso a paso, todas las posesiones inglesas en tierra francesa. Sin el apoyo borgoñón, los ingleses debieron entregar Normandía en 1450 y la preciada Aquitania en 1453. Para ese año, que hoy se considera el del final de la guerra, la única posesión que se permitió conservar a los ingleses fue la ciudad costera de Calais. Una vez desaparecidos los motivos del conflicto, la guerra terminó silenciosamente. Ni siquieran se firmó un tratado que certificara la paz añorada pero nunca alcanzada durante más de un siglo.
Las consecuencias
Enfermo Enrique VI, Inglaterra quedó, tras el fin de la Guerra de los Cien Años, en manos de Somerset y York, enemigos declarados y absolutamente enfrentados ideológicamente (Gloucester estaba en prisión). Guiados por intereses personales, no se preocuparon por consolidar la flamante paz, sino que embarcaron a su país en una sangrienta guerra civil dinástica que se conocería como la Guerra de las Dos Rosas. En Francia, por su parte, la monarquía y el absolutismo fueron consolidados por Luis XI, hijo de Carlos VII. Luego de grandes conquistas (Borgoña y Picardía, por ejemplo), la Casa de Valois se extinguió como lo había hecho antes la de los Capetos. Estas caídas prefiguraban el fin de los estados feudales y el comienzo de la Europa Moderna que se harían realidad en el siglo siguiente.
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