lunes, 16 de mayo de 2011

Santiago, ciudad de peregrinos

El hallazgo del sepulcro del apóstol Santiago, en torno al año 830, atrajo enseguida oleadas de peregrinos de toda Europa. Así nació una nueva ciudad, Santiago de Compostela, dominada por ambiciosos arzobispos que se trataban de igual a igual con grandes abades, reyes y papas.

Meta de peregrinos, comerciantes y colonos que recorrían el «camino francés», Compostela se convirtió en los siglos XI y XII en una ciudad de vida a veces tumultuosa, cuyos habitantes no dudaron en rebelarse contra los poderosos arzobispos. El culto a Santiago tuvo una gran resonancia en la Edad Media, la marcha de gentes de todos los países hacia aquella ciudad situada en el confín de la Cristiandad, donde se alzaba una catedral maravillosa a la que acudían innumerables fieles para implorar el auxilio del santo. Compostela, con su sepulcro apostólico, irradiaba en toda la Cristiandad, donde aparecía al mismo nivel que las otras ciudades santas para los cristianos: Roma, con su doble sepulcro de Pedro y Pablo, y Jerusalén, tumba del Salvador. Fue tan sólo en torno al año 830 cuando, en un lugar cercano a Iria Flavia (Padrón), al fondo de la ría de Arosa, un ermitaño llamado Pelayo vio una noche unas luminarias que refulgían en un bosque próximo a su celda; los fieles de una iglesia próxima observaron el mismo fenómeno.


Advertido, el obispo de Iria, Teodomiro, acudió al lugar, donde se encontraban los restos de una necrópolis de época romana; tras tres días de ayuno dio con una pequeña construcción o espacio abovedado en el que, según se afirmó, encontró la tumba del apóstol Santiago. Por los ‘Hechos de los Apóstoles’ se sabía que el apóstol Santiago había sufrido martirio en Jerusalén, donde siempre se había pensado que estaba enterrado; pero ahora se creía que sus discípulos trasladaron el cuerpo a Galicia y pronto surgieron explicaciones maravillosas sobre cómo se hizo este traslado. 

Alfonso II (791-842) ordenó edificar una pequeña iglesia ‘supra corpus apostoli’, «encima del cuerpo del Apóstol», junto a un baptisterio y otra iglesia dedicada al Salvador, y le otorgó un territorio con las rentas correspondientes. Alfonso III emprendió también, en el lugar que todavía se llama simplemente ‘Archis Marmoricis’, la construcción de una basílica, el edificio de mayoresdimensiones del arte asturiano. La sensacional noticia del hallazgo del sepulcro del apóstol se difundió por toda Europa. Empezaron a llegar peregrinos. El primero que conocemos por su nombre es Godescalco, obispo de Le Puy. En adelante, el flujo de peregrinos no se detendría: entre ellos hubo individuos ilustres y gentes humildes, laicos y religiosos, sobre todo hombres, pero también mujeres, personas piadosas y simples aventureros. Los peregrinos se confundían a menudo con comerciantes y emigrantes en busca de oportunidades: las gentes que hicieron del Camino de Santiago un eje del desarrollo económico peninsular. En unas décadas, Santiago, centro de un amplio señorío en manos de sus obispos, dejó de ser simplemente un «lugar santo» para convertirse en una ciudad propiamente dicha. Fue bajo el obispo Diego Gelmírez, en la primera mitad del siglo XII, cuando Santiago de Compostela alcanzó su primer gran momento de esplendor. Convertida en arzobispado en 1120, Santiago reivindicó por entonces su preeminencia en la Iglesia hispana, por encima de Toledo o Tarragona, sedes primadas tradicionales. El ‘Códice Calixtino’, o ‘Liber Sancti Jacobi’, una suerte de «guía del peregrino» del siglo XII, refleja la impresión que causaba la catedral y la ciudad a los que llegaban a ella. La sede románica resultaba impactante: «En esta iglesia, en fin, no se encuentra ninguna grieta ni defecto; está admirablemente construida, es grande, espaciosa, clara, de conveniente tamaño proporcionada en anchura, longitud y altura, de admirable e inefable fábrica, y está edificada doblemente, como un palacio real».











Ampliar noticia en Revista National Geographic  Número 79, Página 66  y Número 20, Página 66

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