A la muerte de Leovigildo en el año 586 subió al trono su hijo Recaredo, el primer monarca visigodo que dejó de lado la tradición arriana de su dinastía para abrazar el credo católico.
Recordado por su gesto de declarar el catolicismo como religión oficial de la monarquía visigoda, en el III concilio de Toledo de 589, Recaredo consagró todas sus energías a la tarea de restablecer la paz en el turbulento reino hispano. El rey Recaredo celebraba el triunfo del catolicismo en el reino visigodo. Convertido él mismo apenas dos años antes, con esa declaración ponía fin a la «herejía» arriana que los godos habían traído consigo a su llegada a España, a principios del siglo V. Es el acontecimiento por el que la figura de este soberano ha pasado a la historia de España. Pero la importancia de su reino va más allá de este hecho capital. La muerte de su hermano Hermenegildo en prisión, en 585, convirtió a Recaredo en heredero único del trono. Su padre, Leovigildo, ocupado en la conquista del reino suevo, lo envió a la Septimania, región del sureste de Francia en torno a Narbona que formaba parte del reino visigodo. Allí debía hacer frente a la amenaza de Gontrán, rey de Burgundia (en torno a la actual Borgoña), cuyas tropas habían sitiado Nîmes y ocupado Carcasona gracias a la traición. Recaredo llegó a la región al mando de un contingente godo de auxilio y pasó al contraataque, derrotando ante las murallas de Carcasona a las fuerzas burgundias, que huyeron dejando tras de sí a cinco mil camaradas en el campo de batalla. No detuvo ahí su ofensiva, sino que tomó las fortalezas de Ugernum y Caput Arietis -en la frontera del Ródano- y asoló la región de Tolouse. El príncipe había demostrado su valía militar ante los francos en una campaña que los cronistas hispanos calificaron de contundente victoria para las armas de Toledo. Al año siguiente, su padre falleció y Recaredo ocupó el trono, sin que las facciones nobiliarias que se disputaban el poder mostraran una oposición abierta. Sin embargo, a buena parte de esa nobleza no le debió agradar demasiado la instauración de un principio de sucesión dinástica de padre a hijo, contraria al principio electivo por el que hasta entonces se había regido el Reino de Toledo. Del mismo modo, a los obispos arrianos tampoco debió de complacerles la conversión al catolicismo del nuevo rey, abjurando del tradicional arrianismo germánico. Fue así como enseguida se produjeron una serie de conspiraciones contra el nuevo rey, hasta cuatro consecutivas. En ellas intervinieron también católicos, lo que excluye que la religión fuera su única causa. Pese a este rigor, Recaredo se esforzó por atraerse a la nobleza, tanto goda como la hispanorromana, y al episcopado, arriano y católico. Pacificar el reino godo significaba resolver también el problema religioso. El rey se había convertido personalmente al catolicismo en 587, poco después de acceder al trono, bajo los auspicios de Leandro, arzobispo de Sevilla, y desde ese mismo instante se propuso lograr que el pueblo godo adoptara el catolicismo. Despejado así el camino, se celebró el III concilio de Toledo en 589. El reino visigodo tomó a partir de entonces un nuevo rumbo marcado por la entente entre Iglesia y Estado. La propaganda política del régimen se encargó de presentar a Recaredo como un nuevo Constantino, el emperador que permitió el triunfo de la Iglesia católica en el Imperio a partir del edicto de Milán del año 313.
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